Cátedra Cosgaya Tipografía 1 y 2 | Carrera de Diseño Gráfico | FADU/UBA
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El libro y el poder.

Una reflexión sobre la importancia social del libro. Porque el diseño también construye la sociedad en la que vivimos.

cuervo

Introducción.

Bueno, soy Alexis y les doy la bienvenida a esta, mi pequeña contribución en este espacio. Decidí honrar el trabajo práctico que nos ocupa (libro) con una actividad que tan soslayada se encuentra en nuestra carrera y que está íntimamente relacionada con este bellísimo objeto: así es, este post es íntegramente para leer. Así que sáquenle la pelusa a las gafas, entornen los ojos, apaguen la tele. O si lo prefieren, en lugar de leer, les dejo un link para que jueguen a “Perón y Evita contra los gorilas”.

Mi intención es hacer un pequeño análisis. Me gustan los análisis y creo que si hay algo que merece análisis es el libro. En este caso en particular, me gustaría centrarme en la importancia que tiene este objeto en la producción y el tráfico de conocimiento, y llegando un poco más lejos, su importancia en el ejercicio del poder (mi título iba a ser “el libro como instrumento de ejercicio de poder” que iba a provocar que Foucault no se revolcase tanto en su tumba, pero “el libro y el poder” es más comercial).

Me parece que estamos abocados al diseño y la producción de un dispositivo que a lo largo de la historia ha provocado revoluciones, baños de sangre, liberaciones, matanzas, etc. Es como mínimo justo que hagamos una pequeña reflección acerca del significado de este instrumento.
No se trata de fetichizar al libro, si no de entenderlo en toda su potencia simbólica. Si bien hoy estamos siendo testigos de un cambio en la manera en que se comporta y fluye la información, es innegable que el libro sigue teniendo un peso irremplazable en nuestra cultura: todas las religiones se basan en un libro central. Todos los estados nación tienen constituciones. Todos los movimientos políticos y artísticos tienen manifiestos, incluso el dadaísmo, paladín en la lucha contra el sentido, tiene un manifiesto que es un libro. En todos los movimientos revolucionarios (cuando menos) un libro jugó un papel fundamental. Cada vez que la historia humana cambió de manera significativa, hubo libros involucrados. Llamamos “historia” a todo aquello que sucede desde la escritura en adelante. De esta forma, creo que nadie puede negar que existe una relación estrecha entre cualquier forma de ejercicio de poder y la producción de libros.

No me gustaría hacer un trilladísimo cronograma de la evolución del libro en la historia. Los que quieran, pueden buscarlo en el material de la cátedra, en Wikipedia, o preguntarle a algún abuelo que tenga ganas de hablar (si ese abuelo tiene más de mil años, la información va a ser mucho más completa).
Lo que sí voy a hacer porque me parece más accesorio al análisis, es un pequeño desarrollo de las cualidades del libro que lo vinculan con el poder. En el medio voy a citar algunos episodios históricos como para ejemplificar y darle un poco de clima. Todo esto es un análisis propio, que se desprende además de análisis que ya han hecho personajes de mayor relevancia (Saussure, Pierce, Nietzsche, Lacan, Marx, Althusser, Foucault, Durkheim, entre otros). Ante cualquier discrepancia o concepto que les parezca flojo, los invito a remitirse a esos autores.

 

Lenguaje.

Según varios lingüistas, los seres humanos solo somos capaces de pensar en lenguaje. Según las corrientes culturalistas de la antropología, la cultura (en este caso me refiero con este término a la sistematización de las percepciones de la realidad en sistemas simbólicos) no solo distingue a la humanidad de las otras especies animales, si no que además, reemplaza lo que en ellas sería el equivalente, el instinto. Si bien aún hoy en día sigue vigente esta discusión entre los antropólogos biologicistas y culturalistas, repararemos por ejemplo en cuestiones como la sexualidad y el suicidio. En cuanto a la sexualidad, en la especie humana no existen períodos de celo por ejemplo, estamos sexualmente activos siempre, aún cuando la reproducción es imposible (cuando la mujer no ha ovulado o incluso cuando está menstruando), además, la elección de nuestra pareja puede ser homosexual, lo cual va en contra de la idea de que nuestros mandatos sexuales están regidos por la biología. En cuanto al suicidio, no hay mucho análisis que hacer: la voluntad de acabar con la propia vida contradice al principal mandato biológico de todas las especies: el instinto de supervivencia. Esto nos da la pauta de que, si no es lo único, el sistema simbólico y cultural nos rige pudiendo incluso contradecir a los mandatos de la naturaleza.
Volviendo a los lingüistas, la manera en que construimos estos sistemas simbólicos es el lenguaje. Todas las categorías mentales que creamos para entrar en contacto con el universo pueden reducirse a estructuras lingüísticas (al menos según la escuela determinista). Entonces, tenemos un primer elemento vital en la formación de todo lo que respecta a la humanidad.
El lenguaje condiciona todo, la manera en que actuamos, pensamos y sentimos.
Ahora bien, nadie controla el lenguaje. Es algo que se forma en larguísimos procesos, y que depende de cualidades simbólicas arbitrarias. Sin embargo, lo que sí se puede controlar es lo que el lenguaje produce.
Aquí podríamos adentrarnos un poco en lo que Foucault llama “tecnologías del poder”. Las tecnologías del poder son los mecanismos mediante los cuales el poder se reproduce. No vamos a ahondar mucho más en esto (pueden hacerlo si quieren) pero diremos que es más sencillo y cotidiano de lo que parece. Por ejemplo, al prohibir a los nenes chiquitos que digan “mierda” estamos reproduciendo un régimen de verdad en el cual “mierda” es una mala palabra. Este ejemplo inocente puede extrapolarse a muchas situaciones que nos harán dar cuenta de que la manera en que usamos el lenguaje puede ser fácilmente manipulada para el ejercicio de poder.
Pero el lenguaje cambia. Tanto en el tiempo como en el espacio. Los cordobeses hablan diferente que nosotros. El lenguaje así, crudo, resulta demasiado heterogéneo y difícil de controlar como para ejercer poder.

 

El libro.

La inocencia es algo que perdemos desde antes de nacer. Desde el momento en el que la humanidad se funda sobre relaciones simbólicas arbitrarias, nada, ninguna relación mental concebible, es inocente.
De esta manera, todo lo que sucede en la historia humana, significa algo. Nada es simplemente lo que es.
Y más aún todo aquello que puede hacer que un ser humano ejerza poder sobre otro.
A este respecto tenemos la manera de analizar la historia que promueve Marx, más algunos conceptos de Althusser, analista y crítico del Marxismo. Para Marx, las ideologías no son si no el reflejo, la parte visible, de relaciones de producción y explotación subyacentes. A su vez, a la luz del hecho de que las relaciones simbólicas siempre están presentes, básicamente todo lo que suceda en el mundo material produce de alguna manera ideología, que está al servicio de esas relaciones, porque todo se puede interpretar en términos simbólicos.

Ya vimos cómo el lenguaje sirve a tal fin. Pero la tecnología avanzó, y llegó hasta la escritura. La escritura, a despecho de Platón, permite eternizar estos sistemas simbólicos (lenguaje) dentro de otro sistema simbólico (escritura). Esto provoca una “distancia objetiva”, fetichiza a ese producto y lo vuelve inamovible, incuestionable, absoluto.
A su vez, la escritura se convierte en la única manera de registrar conocimiento.
La capacidad de centralizar en obras largas y con uno o varios ejes temáticos, siempre relacionados de alguna manera, grandes cantidades de conocimiento, no solo es un avance objetivo, un logro contra el olvido: es también un nuevo universo en el arte de someter y dominar.
La idea de que “lo que no está escrito, no existe” hace que la manera de perpetuar nuestras ideologías sea escribiéndolas, pero revela también una cara perversa: impedir que algo se escriba o eliminarlo una vez escrito, implica hacer que eso no exista.
De esta manera, el libro se convierte en una herramienta inconmensurable para el ejercicio de poder, tanto de manera positiva como de manera negativa. Por adición o por sustracción.

No es por desmerecer a otras producciones de la escritura, más masivas, más monumentales o más directas, pero ninguna es capaz de cohesionar tantas cualidades que la hagan tan útil a este fin: ya sea por el aura que tienen, por esta distancia objetiva de la que hablábamos, de esta seriedad o respeto que inspiran, los libros pueden trazar un recorrido del poder en la historia.

Uno de los ejemplos más claros que podemos citar al respecto es nada menos que la Biblia. A tal punto que en algún momento, poseer una biblia era motivo suficiente para que a uno lo quemaran, porque este libro, hoy tan democratizado, era el basamento del poder hegemónico (la Iglesia) y nada más el hecho de poseerlo podía significar que uno quería interpretarlo de una manera que esta institución no aprobaba. La reforma protestante, además de los consabidos empujes de la imprenta, el contexto histórico y demás, también tiene su propio libro: también la Biblia, pero una biblia que el mismo Martín Lutero tradujo del griego y que mandó a traducir nuevamente desde el arameo y el hebreo para los textos antiguos (motivo por el cual las biblias protestantes son sustancialmente diferentes de las católicas). Es decir, la reforma necesitó de alguna manera dar por tierra con el poder indiscutible de este libro, como no podía eliminarlo, lo sustituyó sutilmente por otro, pero seguía habiendo un libro.
Y eso por hablar solo de los movimientos hegemónicos. Todos los movimientos contra hegemónicos produjeron o intentaron también producir sus propios libros, como las religiones conocidas como “herejías” con sus grimorios.

En esta línea de pensamiento, no podemos dejar de reparar en acciones practicadas a gran escala por numerosas instituciones, que vemos como mecanismos del poder dominante para reproducirse. Por ejemplo, la censura, la quema de libros. Es decir, el libro visto como una amenaza. La producción de libros escolares dentro de regímenes políticos. El hecho de que hoy en día, conseguir un ejemplar completo de “El Capital” de Karl Marx sea impensablemente caro, y de que casi no hay editoriales que lo impriman en nuestro continente (el liberalismo, en el que todo está permitido, también tiene sus mecanismos de censura).

 

Como diseñadores, creo que esta cuestión no puede pasarnos desapercibida. El libro no es solo una pieza de diseño, es también un instrumento vital en nuestras sociedades y de un contenido semántico inconmensurable. Además, pareciera ser una pieza de diseño en la que el contenido cobra un alto grado de independencia, en cuanto a semántica, respecto del diseño. Aún así, el diseño, cuya potencia comunicativa no ignoramos (y tampoco deberíamos ignorar su importancia social) comulga con este objeto, y es nuestra responsabilidad saber lo que estamos produciendo y hacerlo llegar a buen puerto. Porque como diseñadores, somos los que posicionaremos a los libros en la sociedad de consumo, y los definiremos en última instancia frente al cliente. Los insertamos dentro de la industria cultural y les damos entidad. No operamos directamente sobre el contenido del libro, pero sí condicionamos la relación del consumidor con el mismo (en una sociedad en la que todo se convierte en mercancía).
No digo que vayamos a hacer la revolución diseñando libros, pero me parece importante destacar que estamos en íntimo contacto con una de sus armas más potentes.

 

Apéndice.

Una pequeña curiosidad. Existen tres libros fascinantes que recomiendo: las antiutopías. Son tres libros diferentes, de tres autores diferentes, que hablan (cada uno a su manera) de sociedades envilecidas y totalitarias con un clima devastador.
En cada una de ellas, los libros juegan un papel importante. Me parece bueno destacar cómo, en estas versiones de un futuro destruído, los libros siguen existiendo justamente en la resistencia a esa devastación.

Fahrenheit 451, de Ray Bradbury. Los mismos son centrales en toda la historia. El personaje principal es un bombero, pero en esta sociedad, los bomberos no apagan incendios, los provocan, porque tienen la misión justamente de quemar libros.

Un mundo felíz, de Aldous Huxley. El salvaje de la historia tiene un estrecho vínculo con un libro de obras completas de Shakespeare, que lo hace sentirse y comportarse de una manera totalmente inaceptable para la sociedad a la que luego irá.

1984, de George Orwell. El acto que condena al protagonista, Winston, es justamente empezar a escribir una especie de diario, porque este acto de pensar constituye la traición contra el partido. A su vez, los fundamentos del mismo están en un libro, cuyo autor es su gran enemigo, Goldstein.



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